Dentro de muy poco, en 2025, se cumplirán 50 años de la muerte del dictador Francisco Franco. Fue un acontecimiento que transformó a España profundamente después de casi cuatro décadas de aislamiento y atraso, persecución política y sindical, censura cultural e informativa y represión moral y sexual. Eran los tiempos de la Ley 16/1970, de 4 de agosto, sobre peligrosidad y rehabilitación social, continuación de la Ley de Vagos y Maleantes. Fueron tiempos de televisión en blanco y negro con los dos canales de la televisión pública, los nodos y los ‘partes’ oficiales que relataban una España triunfal que estaba apartada de Europa. Incluso la dictadura de Salazar en Portugal había sucumbido a la Revolución de los Claveles del 25 de abril de 1974, lo que había profundizado ese arrinconamiento.
Gran Canaria no era ajena a la situación, aunque en comparación con el territorio peninsular se vivía una cierta apertura al exterior en lo económico y comercial con los puertos francos, lo que nos permitía acceder a las tendencias de la moda internacional y a los productos electrónicos llegados de todo el mundo. Un gran bazar global en el que también cabían los libros censurados, la música más vanguardista y el tránsito libre de personas de todas las culturas y nacionalidades. Pero, a pesar de la autarquía, Gran Canaria sufrió también los coletazos de la primera crisis energética planetaria, la del petróleo, tras la guerra del Yom Kipur en Oriente Medio. Una situación contradictoria, ya que la falta de turistas se compensaba con otro efecto de aquella crisis al cerrarse entre 1967 y 1975 el Canal de Suez y convertirse la ruta del Atlántico en la alternativa al tráfico de mercancías entre el Pacífico y Europa, con el Puerto de La Luz como uno de sus principales puntos de escala.
A pesar de todas las preocupaciones y, sobre todo, de la proximidad del fin de una dictadura que agonizaba, una novela de Orlando Hernández (Agüimes, 1936-1997) se abrió paso en todas las librerías del país. En ese contexto vio la luz ‘Catalina Park’, que agotó rápidamente la primera edición lanzada por Plaza & Janés, en junio de 1975. La faja de la cubierta incluía un lema publicitario que avisaba al lector del contenido marginal y provocador de la obra de Orlando Hernández: “Crónica variopinta y esperpéntica del submundo de un turismo internacional”, cuando en el interior, nos describe con espíritu de cronista aquella ciudad cosmopolita que manifestaba su vitalidad y contradicciones en cada rincón de aquel parque de Santa Catalina y a la vez su condición de microcosmos, con sus personajes definidos a través de sus expresiones, sus jergas, tribulaciones y vulnerabilidades.
La reedición de esta obra, realizada por Mercurio, con la colaboración del Ayuntamiento de Agüimes, del Cabildo de Gran Canaria y del Gobierno de Canarias, nos invita a dirigir la mirada hacia aquella época que muchos vivimos. Es como entrar en una espiral de acontecimientos, un torbellino que no cesa desde entonces, con una sucesión de rápidas transformaciones que Orlando desvela en medio de las dificultades y profundas desigualdades que se vivían entre la Gran Canaria oficial y la real, con el contraste entre la moda de ‘ripochear’, y las andanzas del ‘buscavida’. Situaciones reales que entroncan y destacan en el auge de la literatura canaria de los 70, tras la publicación de ‘Guad’, por el que fuera director de La Tarde, Alfonso García Ramos, tras el que surgirían firmas como J.J. Armas Marcelo, Juan Cruz, Luis León Barreto, Rafael Arozarena, Alberto Omar, Luis Alemany, Fernando G. Delgado, Víctor Ramírez y otros. Pero quizás la obra con mayor repercusión dentro y fuera de las islas fuera esta irreverente y real semblanza de la vida del puerto turístico, moderno y bohemio tirando a marginal que vivió Santa Catalina durante los setenta y ochenta del siglo pasado. Estamos ante un documento valioso que nos muestra cómo sobrellevaban las carencias nuestros conciudadanos en aquella época.
El título de la novela nos introduce en el microcosmos de la ‘dolce vita’ mezclado con las corrientes underground y hyppies, movimientos contestatarios que surgieron tras el Mayo del 68, y el hartazgo de la generación del ‘baby boom’, los hijos de la Segunda Guerra Mundial que vivieron en permanente angustia por la amenaza nuclear, la ‘guerra fría’, la política de bloques, el ‘telón de acero’ y toda una gama de vocablos y alegorías metafóricas que atenazaban a la juventud del planeta, conocedora de los estragos que produjeron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.
El propio Orlando Hernández describe aquella generación en una breve reseña en la sobrecubierta. Reconoce que utiliza protagonistas reales, a los que “les gusta campar a sus anchas, lo exigen”… “Se entremezclan así en el extraño damero de un Parque soleado, turístico, internacional con todos sus rebuscados encantos, un aluvión de gente donde nadie define a nadie, donde nadie es diferente”. Su pachorra e indiferencia se contagia del ambiente y de “la desenfadada actitud de una gente que quiere ‘vivir su vida’, considerando que nadie es tan importante como para entregársela”.
El autor del prólogo de esta reedición, Agustín Carlos López Ortiz, realiza un completo trabajo de análisis sobre la obra y el escritor, los personajes, su habla, la atmósfera colectiva. Por ello, les invito a leerlo para profundizar en uno de los autores más destacados de nuestras islas, de quien he subrayado en otras ocasiones su contribución al acervo cultural canario en las letras y en la profundidad del análisis sociológico de una sociedad que atraviesa un momento trascendental de transformación radical en lo político, económico y cultural, del que fue testigo y cronista.
El escenario que nos presenta la novela reeditada sigue siendo en parte reconocible. Hoy día continúa animado por el turismo, aunque ahora llegue en enormes cruceros con cientos de habitaciones y con un concepto de gran parque temático en el interior de la embarcación. Recordemos que entre 1974 y 1983, la actividad turística en Gran Canaria vivió un periodo de estancamiento, ya que apenas se movió entre los 900.000 y 1.100.000 visitantes, frente a los espectaculares crecimientos que se produjeron durante la década anterior. Las incertidumbres de la transición política española -en una situación económica crítica, con numerosos conflictos laborales y con una inflación situada en el 17,02%- junto al auge de Maspalomas Costa Canaria y una ‘panza de burro’ que molestaba a los escandinavos restó poco a poco aquella vida mundana al parque, mientras se cerraban apartamentos y hoteles para convertirse en viviendas estrechas. A ello se sumaba el terrorismo (también en las islas), el abandono del Sahara y de su pueblo (que todavía padecemos) lo que provocó el retorno de miles de canarios a las islas, una grave crisis social y la propagación entre la juventud de las ‘drogas duras’. Un cóctel que ponía en tela de juicio el modelo de desarrollo en el que estaba inmersa la isla, con gravísimas carencias de infraestructuras y servicios públicos.
Toda esta realidad se localizaba en el puerto, en aquel escenario microscópico que nuestro escritor bautizó como ‘Catalina Park’, el espacio que durante décadas fue la puerta de entrada de los turistas que llegaban por vía marítima y que en los sesenta y setenta se consolidó como punto de encuentro de marinos, chonis, tiendas de ‘indios´, pescadores soviéticos (rusos y ucranianos) que intercambiaban sus cámaras ‘Zenit’, su cangrejo o su caviar por ropa y aparatos ‘capitalistas’ muy cerca de los almacenes de la sociedad hispano-soviética ‘Sovhispan’. Y junto a este variopinto escaparate de culturas y nacionalidades, estaba la bohemia local, noctámbula empedernida, ávida de libertad, de la que quedan los ecos de sus risas y sus ocurrencias. Queda la estampa de las tartanas y la figura escultórica de la estrafalaria ‘Lolita Pluma’, rodeada de gatos y el colorido del carmín y de sus trajes con los que llamaba la atención del público.
Catalina Park tuvo un impacto enorme cuando vio la luz a mediados de los años setenta. Nos mostraba la realidad de una sociedad cambiante con sus luces y sus sombras. Nos describía la mutación de una ciudad burguesa que se abría a la llegada del turismo y a la transformación de costumbres y valores que tenían que ver con el sexo, la noche, el transformismo, la homosexualidad que rompía con la represión del franquismo o la moda… Y dio voz a los marginados, a los perseguidos por el régimen franquista y su ley de vagos y maleantes, a los que luchaban por buscar su sitio en una sociedad cambiante… Y alumbró esperanzas. Catalina Park nos exponía y nos expone, con una narrativa trepidante, los aires de libertad que soplaban en el cosmopolita puerto franco, en contraposición con el subdesarrollo o la férrea moral que tenía su máxima expresión en la isla interior campesina y aislada.
Orlando Hernández creó mucho más que ‘Catalina Park’ o ‘Máscaras y tierra’, además de otras novelas inéditas. Hizo también teatro costumbrista y contemporáneo, música en colaboración con Falcón Sanabria, poesía, historia del carnaval, crónicas y periodismo en prensa, divulgación del habla canaria en la radio, los periódicos y distintas publicaciones, lo que le convierte en un destacado agitador cultural e impulsor de la canariedad. También fue Cronista Oficial de Agüimes, su villa natal, que le recuerda con una plazoleta y lo hizo Hijo Predilecto, que mantiene su casa como espacio cultural y su colección de pinturas y esculturas con la idea de convertirse en una exposición permanente. Quizás sea todo lo que puede hacer el pueblo donde nació y al que dedicó su vida, pero el mejor reconocimiento que puede tener es el de la difusión de una obra que con el paso de los años se muestra como una referencia de la literatura canaria, imprescindible para reconocernos en sus personajes y paisajes en un pasado no tan lejano que mantiene toda su actualidad en las páginas de aquel ‘Catalina Park’ de 1975.
Antonio Morales Méndez
Presidente del Cabildo de Gran Canaria