En mayo de 1931, poco más de año y medio antes de que Hitler llegara al poder en Alemania (30 de enero de 1933), Pio XI en su encíclica “Quadragesimo Anno” sobre la restauración social, describía las transformaciones del capitalismo, que por entonces se encontraba inmerso en la grave crisis económica de 1929.
Este Papa, muy alejado de los postulados marxistas, ya se percataba con clarividencia de que aquella crisis era tan solo una cortina de humo que permitiría al capitalismo consumar una horrible metamorfosis, para convertirse en un monstruo cada vez más acaparador, infractor de la libre concurrencia y de todo tipo de trabas legales.
En uno de los párrafos de la mencionada encíclica, Pio XI lamentaba que esta metamorfosis del capitalismo estuviese aplastando el papel del Estado, que “debería ocupar el elevado puesto de rector y supremo árbitro de las cosas”, para reducirlo a la condición de mero lacayo de las fuerzas económicas, “entregado y vendido a la pasión y a las ambiciones humanas”.
Y en otro párrafo, el Papa aludía a la condición amoral de este “imperialismo internacional del dinero” sin arraigo, que allá donde encuentra su provecho funda su patria (ubi bene, ibi patria est).
Posteriormente, Europa, legitimada por la democracia tras la Segunda Guerra Mundial (1945), ofrecía libertad e igualdad; también había apostado por el capitalismo, pero desarrollado bajo los parámetros del Estado del Bienestar, favoreciendo sociedades más justas y protegidas. Este era el modelo político-económico que se deseaba perpetuar. Era la Europa que se quería extrapolar al mundo.
Varias décadas después, al caer el Muro de Berlín (9-10 noviembre de 1989), Francis Fukuyama hablaba del fin de la Historia, pero no como el fin de los acontecimientos mundiales, sino como el fin de la evolución del pensamiento humano en relación con los principios fundamentales que rigen la organización político-social. Era el triunfo de la democracia liberal. En otras palabras, que tras el final de la época de la “guerra fría” el liberalismo económico se quedaba sin enemigo.
Pero el nuevo capitalismo, desligado ya de la riqueza natural de las naciones (capitalismo industrial) y convertido en una incomprensible “niebla de las finanzas” (capitalismo financiero), consiguió concentrar el dinero en unas pocas manos, reduciendo a la ciudadanía a la condición de mera comparsa. Así llegamos a la situación actual, en la que la hegemonía del dinero ha logrado consolidar la forma de dominación más férrea de la Historia.
Y en el presente, casi treinta años después de la caída del Muro, la simbiosis entre el liberalismo político y la economía de mercado no está funcionando de la forma en que nos habían contado: sociedades prósperas, igualdad de oportunidades y desarrollo económico. Algo ha fallado.
Y esto es el neoliberalismo. Según Noam Chomsky, “las doctrinas neoliberales en sus distintas sensibilidades siempre terminan socavando la enseñanza y la asistencia sanitaria, incrementan la desigualdad y reducen la participación de la mano de obra en la renta; de todo esto no puede dudarse en serio”.
Uno coincide con la politóloga Fernanda Escribano cuando ha escrito que, “Desde 2008, año en que estalló la crisis financiera, la ciudadanía ha padecido con dureza este nuevo dogma económico llamado neoliberalismo: políticas de austeridad traducidas en recortes sociales y precarización del trabajo. Resultado: cada vez los ricos son más ricos y las clases trabajadoras son más pobres. Esa es la realidad presente”.
Es evidente que este capitalismo de nuestros días no está atado a ningún territorio, carece de lealtades, se carcajea de todos los patriotismos, no tiene otra religión que la acumulación de dinero. Y considera que las clases medias todavía no han sido suficientemente expoliadas.
Por eso, José Manuel de Prada ha manifestado que, “con el apoyo de los Estados convertidos en servidores de sus ambiciones, este capitalismo se dispone a lanzar su última ofensiva: la depauperación de aquellos oficios que no redundan en su beneficio, la imposición del comercio on-line, la aniquilación de cualquier residuo de garantía laboral, la introducción de monopolios disfrazados que arrasarán los últimos vestigios del pequeño comercio, robotización del trabajo y la creación de un salario de subsistencia que mantenga a los desempleados en un nivel de pobreza sostenible pagados por esos mismos Estados lacayos”.
Y para lograr sus objetivos, este capitalismo financiero necesita líderes políticos que convenzan a los ciudadanos de que este horizonte infrahumano constituye su salvación. Y esos líderes políticos ya están entre nosotros.
Por todo ello, en el contexto actual de desregulación absoluta e interdependencia de los mercados financieros, más que nunca, uno piensa que tenemos que reivindicar el papel protagonista de la política. Hay espacio para ejercerla a todos los niveles. Sin embargo, llevamos diez años hablando de crisis económica.
Es hora ya que nos cuestionemos si realmente se trata de una crisis económica o, si más bien, estamos ante una crisis de la política. Al comenzar un nuevo año, quizá sea adecuado añadir al listado de buenos propósitos el de recuperar la política para los ciudadanos.
Por último, aterrizando en la realidad concreta de este país y mirando al horizonte del presente año, uno coincide con Manuel Campo Vidal cuando se hace las siguientes preguntas: ¿Estamos condenados a convivir con la corrupción que tanto ensombrece el estado de derecho? ¿No hay remedio para resolver el paro estructural que pervive en la economía española? ¿A nadie con poder se le ocurre abrir alguna vía de diálogo para afrontar la crisis catalana?
Y terminamos coincidiendo con el director de La Vanguardia: “No vale encallar el barco y esperar a que el viento lo lleve a puerto”. ¿Será eso lo que pretende M. Rajoy?
Fernando T. Romero Romero